Desde mis letras aparecen yemas, mis yemas hacen todo aquello que yo deseo.
Las letras son los transmisores de mis yemas que dibujan el mundo de mi vida.

martes, 1 de febrero de 2011

NANAS


Y mientras Alejandría se deshacia, sentada en un triste banco de Central Park, recordó que no recordaba la voz de su madre cantándole una nana, ¿se había olvidado? o ¿había ocurrido?
No sabía nada, no recordaba nada de una parte de su infancia ¿por qué?, se deshacia en el pensamiento, buscando entre lo más recóndito de su memoria y no conseguía recordar algo suyo, algún recuerdo de ella, algo que no le hubieran explicado, algo que realmente le perteneciese.
No, no alcanzaban sus oídos a escuchar una nana, ¿la habría tenido?
Esperaba haberla tenido, haber dado felicidad en algún momento de su nacimiento a alguien, a alguien no, a su madre, especialmente a su madre.

Pero el retroceso se hacia doloroso, demasiado doloroso y, reparó por un instante en una mujer con un culo inmenso que barria el suelo del parque y se preguntó si ella recordaría la voz de su madre cantándole una nana.
Quiso levantarse y preguntarle, pero ya no tenía pies, no podía más que imaginar su vida e intentar montar con los cuatro cachibaches que le quedaban el misterio de su nacimiento.

ALEJANDRIA

Ilustración de Natalie Shan

Después de todo, no somos nada.
Aparecemos en un instante y en otro preciso instante desaperecemos, todo es tremendamente rápido, efímero y caduco.

Ella, se dejó arrastrar aquella mañana por una inusitada emoción contenida, ¿cuánto le duraría?, ¿horas?, ¿minutos?, no lo sabía.
Se acercó al vestidor, eligió como siempre un traje negro, diplomático, pero...en su mente de golpe apareció un nuevo color, un color deseado, el rojo, buscó, era un vestido ya desgastado por las polillas que no por el uso.
Se encasquetó un tocado en la cabeza y sin mirar el desorden organizado en el vestidor ni en su habitación ni por supuesto en su vida abrió la puerta de su casa y se marchó.

Sin llaves, sin nada más que ella desnuda por dentro, de rojo por fuera.
Deambuló, callejeó sin un punto al que dirigir sus negros zapatos y su corazón ardiendo.
Y allí mismo, tras haber dado la vuelta a la manzana se sentó en un banco de Central Park, sin esperar nada, sin fijarse tan siquiera en las asquerosas palomas que desperdigadas se helaban de frío.
Y, fue entonces, en ese preciso instante, cuando vió que se deshacia.
Se iba desdibujando, empezaron sus pies, sus tobillos, sus pantorrilas, sus rodillas y, con ellas sus largas faldas rojas.
Sí, se esfumaba en el frío banco de Central Parck sin poder hacer  absolutamente nada más que observar su propia destrucción.
Y eso que hoy inusitadamente se había levantado emocionada, pero aún así, se iba despidiendo de ella misma.